Ediciones desde el borde

Artesanía editorial

La frecuencia gris

Saliendo de casa cada mañana


Hay una hora cada mañana en la que el mundo se vuelve transparente. No es el amanecer —ese momento ya lo han colonizado los coaches de vida y los gurús del mindfulness— sino algo más prosaico y brutal (me gusta esta palabra: brutal brutal brutal brutal brutal brutal): el instante exacto en que sales de casa y la realidad te golpea como una frecuencia de radio mal sintonizada.

Hoy, pedaleando por las calles con mi hijo en la sillita trasera, pensaba en las bandas sonoras involuntarias que acompañan nuestros días. Y llegué a una conclusión casi matemática: nada más salir de casa —esa primera salida que funciona como un ritual de iniciación diario al mundo exterior— mi vida suena exactamente como Strange, de Galaxie 500. Una canción que tiene casi mi edad (un poco menos), lo cual ya es una declaración de intenciones sobre el peso específico del tiempo en nuestras biografías.

La letra de esa canción contiene las preguntas exactas que me formulo cada mañana mientras navego el tráfico urbano: ¿Por qué todos actúan así? ¿Por qué el mundo parece tan extraño? ¿Qué hago yo entre todas estas cosas? Son interrogantes que no buscan respuesta, sino que funcionan como una especie de mantra involuntario, una frecuencia de fondo que sintoniza mi cerebro con la extrañeza constitutiva de existir.

Pero hay algo más en esa canción que me fascina: la voz. Dean Wareham canta como si estuviera constantemente a punto de romperse, y esa fragilidad no es un defecto técnico sino una declaración estética. Su voz tiene huecos, espacios, relieves, vida. No es una superficie lisa y pulida como las voces que nos bombardean desde las pantallas, sino un territorio accidentado que encaja perfectamente con esa mezcla de sorpresa y hartazgo que se intuye detrás de la letra.

Esa voz expresa algo que conozco íntimamente: la sensación de estar dentro y fuera a la vez. De no pertenecer completamente a ninguna parte, lo cual no es una carencia sino un regalo envenenado. Un regalo que te otorga haberte criado en un lugar pero haber vivido veinte años en otro. Y dentro de esos veinte años, haber habitado dos lugares distintos, aprendido otros idiomas, convivido con otras culturas, respirado otros «aires», interiorizado otras lógicas.

Tu neurodivergencia —esa forma particular de procesar el mundo, una frecuencia ligeramente desafinada respecto al consenso mayoritario— no encaja del todo en ninguna cultura, pero las contiene a todas. Y según se van sumando variables —geografías, idiomas, códigos culturales, formas de pensar—, el porcentaje de compatibilidad con los demás humanos va, paradójicamente, bajando. Cada nueva experiencia te enriquece y, simultáneamente, te convierte en una rareza estadística más pronunciada.

Es una ecuación cruel: mientras más amplías tu espectro de comprensión del mundo, más pequeño se vuelve el grupo de personas que pueden resonar contigo en todas las frecuencias. No es elitismo, es matemática pura. Cuando tu cerebro funciona con patrones atípicos y además ha sido moldeado por múltiples contextos culturales, te conviertes en una intersección muy específica de variables. Un punto en el mapa demográfico donde confluyen tantas líneas que apenas hay otros puntos cerca.

Pero luego —y aquí es donde la historia se vuelve interesante— te haces madre y das a luz otra rareza estadística. Y ese pequeño ser que crece dentro de ti y luego en tus brazos funciona como un reset cognitivo. Su cerebro aún no está contaminado por la normalidad que impone el sistema dominante, aún no ha aprendido a disimular sus frecuencias naturales para encajar en el consenso social.

Observándolo, el mundo dentro de ti empieza a ordenarse de una manera completamente nueva. No porque él te enseñe a ser normal —todo lo contrario—, sino porque te recuerda que la rareza no es un defecto que hay que corregir, sino una característica que hay que preservar. Que quizás el problema no está en ser demasiado específica para encajar, sino en que el mundo se ha vuelto demasiado genérico para contener la diversidad real de formas de existir.

Cada mañana, mientras pedaleamos juntos hacia el mundo, Strange sigue sonando en mi cabeza. Pero ahora tiene una segunda voz, pequeña y clara, que aún no se ha roto. Una voz que todavía no se pregunta por qué el mundo es tan extraño, porque para ella la extrañeza es simplemente el estado natural de las cosas.

Y quizá tenga razón.



Nota técnica: Rareza estadística se refiere a la condición de ocupar una intersección muy específica de variables demográficas, cognitivas y experienciales. En neurología social, se observa que la acumulación de factores diferenciadores —neurodivergencia, multilingüismo, experiencia multicultural, etc.— crea perfiles cada vez más únicos que, paradójicamente, reducen la compatibilidad interpersonal mientras enriquecen la capacidad de análisis sistémico. Es la matemática cruel de la singularidad: cada variable añadida disminuye exponencialmente el pool de compatibilidad, convirtiendo la riqueza experiencial en aislamiento estadístico.